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Tensiones creativas en el marco de la SMAPS

Según he podido analizar, fue Hertha Kraus la primera en emplear el término “psicosocial” en el contexto de la migración forzada en un número especial de 1939 de la publicación The Annals of the American Academy of Political and Social Science[1]. Su artículo abordaba el origen del estrés de aquellas personas que eran reasentadas en “un país extraño” y constató su carácter psicológico y social, más allá de los estresores legales, políticos y económicos que otros autores tenían en cuenta.

Sin embargo, el uso de dicho término no se generalizó sobre el terreno hasta la década de 1990. Barbara Harrell-Bond había dedicado un capítulo de su clásico de 1986 Imposing Aid sobre “el concepto de sujeto supersocializado” en el que criticaba que el personal humanitario sobre el terreno hubiera obviado la experiencia psicológica del desplazamiento forzado. En 1993, me pidió que elaborara un estudio sobre la cuestión de la salud mental de los refugiados para el informe de Harvard Global Mental Health (Salud Mental Mundial)[2]. Sin embargo, solo hacía referencia de pasada al concepto psicosocial, principalmente aludiendo al contexto social y cultural general que conforma la salud mental de los refugiados.

Una sutil alusión no bastaba para abordar las ramificaciones que se desarrollarían en este incipiente campo durante esa década. El genocidio de Ruanda y, sobre todo, las guerras que siguieron a la disolución de la antigua Yugoslavia introdujeron el lado humano de los conflictos y los desplazamientos en la conciencia pública y en la respuesta humanitaria. Pero el abordaje de los problemas de salud mental en poblaciones sujetas a la persecución étnico-política también hizo aflorar fuertes tensiones entre las respuestas psiquiátricas normativas y otros enfoques más amplios basados en la comunidad[3]. Derek Summerfield y Pat Bracken fueron especialmente críticos con la imposición de los marcos patológicos occidentales a las víctimas de las violaciones de los derechos humanos y de la opresión. Una reunión organizada a finales de la década de los 90 por la Cruz Roja Americana con el fin de valorar unos medios de respuesta adecuados reveló la existencia de facciones dispares con fuertes posturas ideológicas y metodológicas. Varios de los colectivos asistentes observaron “una falta de consenso con respecto a los objetivos, estrategias y repercusiones”.

Generar un consenso

Como consecuencia, en el año 2000, Carolyn Makinson reunió a varias de las principales ONG internacionales que trabajan en esta área y a cuerpos académicos de instituciones que habían participado en los enfoques emergentes y formó un Grupo de Trabajo Psicosocial para desarrollar un marco común acerca de este ámbito[4]. El grupo sugirió que las intervenciones psicosociales se definieran por un interés en el capital humano (especialmente con relación a las repercusiones de las enfermedades mentales sobre el bienestar individual), en la ecología social (en lo que respecta a las relaciones y al tejido social ampliado que se han visto perturbados por la migración forzada), y en la cultura y los valores (especialmente la erosión de los derechos y las normas culturales). También se hizo énfasis en la interacción entre estos tres ámbitos. El principal desafío de la planificación de unas intervenciones adecuadas surgió al negociar la prestación de apoyo a una comunidad afectada en lo que respecta a estos tres ámbitos de manera que reflejara una auténtica alianza en lugar de una imposición neocolonial. En las presentaciones a los actores locales en el país, siempre fue la discusión de esta última cuestión la que recibió el mayor nivel de atención.

Posteriormente, se invitó a dos miembros de este grupo de trabajo, Mark Van Ommeren y Mike Wessells, a copresidir un proceso del Comité Permanente entre Organismos (IASC, por sus siglas en inglés) para la elaboración de lo que se convertiría en la Guía del IASC sobre Salud Mental y Apoyo Psicosocial en Emergencias Humanitarias y Catástrofes. Esta iniciativa guio un proceso que, más que en la teoría, se centró en la implementación a nivel práctico, y en la consulta local y nacional generalizada para abordar las preocupaciones sobre la imposición que había marcado la década anterior. La guía, publicada en 2007[5], consiguió ofrecer un marco que integraba distintas perspectivas disciplinares y era accesible de forma transparente para los diversos agentes, tanto locales como internacionales. Al hacerlo así, se consiguió paliar las graves tensiones sobre el terreno que, desde sus inicios, habían menoscabado la coherencia y la colaboración.

Un campo maduro con una base empírica

La guía se basaba en gran medida en las mejores prácticas emergentes, aunque se admitió que la base empírica sobre la que se sustentaba era débil en comparación. Aunque la posterior formulación de unas directrices complementarias para situaciones específicas (como el brote de ébola) fue importante, el avance más significativo en los siguientes años ha sido la recopilación de unos fundamentos mucho más sólidos, que incluyeron un importante ejercicio para establecer un plan de investigación por parte de Wietse Tol y sus compañeros[6] donde se identificaban una serie de cuestiones prioritarias relacionadas con las modalidades de intervención; se trataba de enfoques basados en la familia y la escuela, métodos de evaluación e indicadores para el seguimiento y la valoración. Otros aspectos estaban relacionados con la identificación de estresores, problemas y factores de protección desde la perspectiva de las poblaciones afectadas, la adaptación sociocultural de las intervenciones y si estas abordan las necesidades identificadas a nivel local. El equipo que facilitó este ejercicio de consenso observó que el plan incidía en “la generación de conocimientos prácticos que pudieran traducirse en beneficios tangibles inmediatos para los programas en entornos humanitarios, en vez de abordar los debates clave que han predominado en la literatura académica”. Aunque esto fuera cierto, las preguntas de estos dos grupos de investigación, en cierto sentido, reflejan una de las principales tensiones en el marco de la salud mental y apoyo psicosocial (SMAPS): el primer grupo insiste en identificar intervenciones, medidas e indicadores para los programas que sean efectivos y generalizables, mientras que el segundo hace hincapié en la necesidad de una contextualización.

Gracias al constante apoyo a los estudios de investigación en el área a través de programas como el R2HC de Elrha[7], la SMAPS pasó de ser una de las áreas de acción humanitaria con menos respaldo en cuestiones de evidencia a ser una de las que más tenían. Gran parte del trabajo se ha centrado en documentar el impacto de los enfoques de intervención específicos que se aplican actualmente a gran escala, como las actividades estructuradas dentro de los Espacios Adaptados a los Niños, o aquellos que pueden ser extensibles, como el programa de atención psicológica Problem Management Plus (PM+). Este trabajo ha realizado una gran contribución al objetivo de identificar enfoques programáticos con impacto, pero también se señala la importancia de ajustarse a los distintos contextos a los que deben adaptarse esas intervenciones. Así, este campo ha madurado hasta el punto de centrarse en el perfeccionamiento y el fortalecimiento de las intervenciones probadas, o en la búsqueda de modalidades más efectivas o eficientes para su ejecución.

Tensiones creativas

Si, a partir de la agitación de los años 90, el campo se formó en la década del 2000 y maduró en la del 2010, ¿qué perspectivas le aguardan para la próxima década? Por lo que respecta a la investigación, se está llevando a cabo un nuevo ejercicio para establecer un plan de investigación con el apoyo de varios organismos donantes y organizaciones intergubernamentales, lo que pone de manifiesto el puesto que la SMAPS se ha asegurado en la estrategia humanitaria. Se trata de un ejercicio de formación de consenso en el que participan diversas partes interesadas, tanto a nivel nacional como internacional, cuyo resultado no se conocerá hasta bien entrado el año 2021. Sin embargo, hay al menos tres cuestiones que parece que se van a derivar del ejercicio y que seguirán ocupando a profesionales e investigadores por igual durante la próxima década.

Escalada, fidelidad y adaptación contextual: El reto de equilibrar el desarrollo de intervenciones generalizables y efectivas con la necesidad de adaptación cultural y sensibilidad hacia los planes de los actores locales seguirá siendo una característica clave, cuando no la principal, de esta labor durante algún tiempo. Se trata de una tarea importante que refleja el constante reto al que se enfrenta la SMAPS para combinar la generalización a nivel técnico con la comprensión y el compromiso contextual; y para hacer que las intervenciones sean escalables y puedan acceder a ellas una proporción mucho mayor de comunidades afectadas, mientras que se mantiene fiel a los componentes activos de las intervenciones de eficacia probada. Sin embargo, hay algunos ejemplos recientes muy prometedores de que la adaptación contextual se considera una tarea que debe emprenderse más como un proceso gradual que como una ambición vagamente declarada.

Aliviar el sufrimiento o impulsar un cambio a largo plazo: Las evaluaciones que han analizado las repercusiones a largo plazo de las intervenciones psicosociales con frecuencia no hallan beneficios importantes para quienes participan en los programas en comparación con los que no reciben intervenciones[8]. Normalmente, estos hallazgos no se deben a una “caída” del bienestar de aquellos que ya han asistido al programa, sino que más bien se derivan de los que no asistieron y que consiguieron “ponerse al día” en términos de adaptación. A pesar de los beneficios a corto plazo que se observan, en ocasiones se notifica que la intervención no tiene ningún impacto. Esto plantea la cuestión de si el objetivo principal de los programas psicosociales debería ser aliviar el sufrimiento o configurar trayectorias de adaptación a largo plazo. Las promesas de beneficios a largo plazo podrían traducirse en un arraigo excesivo hacia una narrativa basada en la resiliencia a largo plazo en vez de por una narrativa basada en el alivio del sufrimiento. Creo que la postura de las intervenciones psicosociales en su apoyo a las poblaciones con problemas, más que demostrar unos beneficios a largo plazo, puede establecerse útilmente como expectativa de base para el campo. Esto no quiere decir que no se puedan obtener beneficios a largo plazo, pero podría ser conveniente que las intervenciones psicosociales se juzgaran de la misma manera que se juzgan principalmente las intervenciones en materia de alimentos, alojamiento y la mayoría de las intervenciones sanitarias, es decir, en función del alivio del sufrimiento y del riesgo de las poblaciones afectadas durante una emergencia, más que en función de las trayectorias a largo plazo de la seguridad alimentaria, el asentamiento o el bienestar físico.

Intervención focalizada frente a estrategia de participación: Por último, preveo que continuarán los debates sobre la prioridad relativa de los programas focalizados de intervención en la SMAPS —como el abordaje de los trastornos mentales graves y las consecuencias de la violencia de género— así como las estrategias de participación comunitaria más amplias que promueven el albedrío, la apropiación y la consolidación de la paz. No obstante, podemos anticipar el desarrollo de un marco más claro y de unas teorías de cambio que vinculen entre sí estas diferentes formas de trabajo. La amplitud de las influencias sobre el bienestar que se reflejan en los enfoques basados en la comunidad quedó reconocida en el uso inicial del término por parte de Kraus para describir las fuerzas que dan forma a la experiencia del refugiado que se reasienta y, en gran parte, de la literatura posterior; el valor de las intervenciones focalizadas y dirigidas a una población específica que abordan los trastornos psicológicos y emocionales también viene ahora respaldado por una rica documentación al respecto.

 

Alastair Ager aager@qmu.ac.uk @AlastairAger

Institute for Global Health and Development, Universidad Queen Margaret; Mailman School of Public Health, Universidad de Columbia.

 

[1] Kraus H (1939) “Starting Life Anew in a Strange Country”, The Annals of the American Academy of Political and Social Science, Vol. 203 www.jstor.org/stable/1021890

[2] Ager A (1993) “Mental health in refugee populations: A review”, Programa de Estudios sobre Refugiados, Universidad de Oxford, para el Project on International Mental and Behavioral Health, Harvard. http://fmo.bodleian.ox.ac.uk:8080/fedora/get/fmo:1082/PDF

[3] Ager A (1997) “Tensions in the psychosocial discourse: implications for the planning of interventions with war-affected populations”, Development in Practice 7 (4) www.jstor.org/stable/4029006?seq=1

[4] Grupo de Trabajo Psicosocial (2002) Psychosocial Intervention in Complex Emergencies: a Conceptual Framework
https://citeseerx.ist.psu.edu/viewdoc/download?doi=10.1.1.124.9995&rep=rep1&type=pdf

[5] IASC (2007) Guía del IASC sobre Salud Mental y Apoyo Psicosocial en Emergencias Humanitarias y Catástrofes
https://interagencystandingcommittee.org/system/files/iasc_guidelines_mhpss_spanish.pdf

[6] Tol W et al (2011) “Research Priorities for Mental Health and Psychosocial Support in Humanitarian Settings” PLoS Med 8(9): e1001096 doi.org/10.1371/journal.pmed.1001096

[7] Tol W et al (2020) “Improving mental health and psychosocial wellbeing in humanitarian settings: reflections on research funded through R2HC”, Conflict and Health 14 doi.org/10.1186/s13031-020-00317-6

[8] Panter-Brick C, Dajani R, Eggerman M, Hermosilla S, Sancilio A y Ager A (2017) “Insecurity, distress and mental health: experimental and randomized controlled trials of a psychosocial intervention for youth affected by the Syrian crisis” Journal of Child Psychology and Psychiatry 59 https://doi.org/10.1111/jcpp.12832

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