El terremoto que se produjo en enero de 2010 constituyó para Haití –un Estado ya frágil al que los haitianos de a pie se referían como “el Estado fantasma”– un golpe devastador. Los edificios públicos, las centrales energéticas, el tejido eléctrico, el sistema de alcantarillado, las carreteras, las líneas telefónicas, los centros de tratamiento de aguas, las escuelas y los hospitales quedaron destruidos o sufrieron graves daños.
Haití es uno de los Estados más débiles del mundo; registra la tasa de desarrollo humano más baja del hemisferio occidental y ésta se encuentra a su vez entre las más bajas del mundo. El Estado de Haití es incapaz de cumplir incluso con las funciones más rudimentarias de un Estado moderno, entre ellas la de ofrecer servicios públicos básicos (seguridad, salud, vivienda, servicios de saneamiento, energía, educación), el desarrollo de infraestructuras esenciales y la administración de justicia. El Estado es incapaz de recaudar impuestos y carece de un sistema burocrático en funcionamiento. La mayoría de la población trabaja en sectores en los que se opera en negro. El país también padece una grave degradación ambiental y un agotamiento de recursos asociado al vertiginoso crecimiento de la población.
La imagen icónica de haitianos desesperados intentando llegar hasta Florida en botes improvisados para escapar del reino del terror que siguió a la caída del presidente Aristide en 1991 aumentó la concienciación por la apremiante situación de los ciudadanos de Haití. Un millón de haitianos residen en la República Dominicana y hay grandes comunidades haitianas en Canadá, Estados Unidos, Francia y Latinoamérica. Aunque a la mayoría se les considera migrantes económicos, la represión y los abusos contra los derechos humanos han provocado importantes flujos de migración. Además, el hundimiento económico y una retahíla aparentemente interminable de catástrofes naturales han dado lugar a amenazas existenciales para la población, obligando a miles de personas a abandonar sus comunidades de origen.
Las raíces del Estado disfuncional de Haití se remontan a un complejo proceso histórico que data incluso de antes de la revolución de 1804, que convirtió a Haití en la primera colonia esclava que consiguió la independencia. Más recientemente el proceso disfuncional de formación del Estado se plasmó a sí mismo en un caótico patrón urbanístico. Los nuevos habitantes que llegaban a la capital –Puerto Príncipe– eran en su mayoría campesinos pobres que se habían visto obligados a abandonar sus comunidades como consecuencia del colapso de la economía agraria y que se establecieron en tierras que nadie había reclamado en los alrededores de la ciudad. Las grandes barriadas hacinadas se caracterizan por las deficientes condiciones de construcción que han surgido en torno a la ciudad. No resulta sorprendente que el terremoto afectara de manera desproporcionada a estas comunidades en desventaja. La vulnerabilidad de la población haitiana aumentó el grado de destrucción provocada por un terremoto que, de otro modo, habría tenido una fuerza nada destacable.
Una manifestación de la relación entre la fragilidad del Estado y el desplazamiento fue la total incapacidad del Estado de reaccionar ante esta situación de crisis y de asistir y proteger a su población tras el terremoto. El Estado no fue capaz de organizar las operaciones de búsqueda y rescate: sin un liderazgo claro, los supervivientes tuvieron que valerse por sí mismos. Sin un ejército nacional, Haití carecía de unas fuerzas unificadas con habilidades tecnológicas siquiera mediocres, maquinaria pesada o una cadena de mando clara capaz de liderar los esfuerzos de rescate. Su frágil sistema sanitario se colapsó tras ser invadido por miles y miles de víctimas que buscaban ayuda urgentemente. Muchas personas que podrían haber sobrevivido no lo hicieron al no recibir asistencia médica. El Estado ni siquiera fue capaz de recuperar los cuerpos de las víctimas y la asistencia humanitaria de verdad tuvo lugar únicamente con la llegada de la ayuda internacional varios días después.
Cómo el desarraigo debilita al Estado
Era predecible que el efecto de una destrucción de tales proporciones incapacitara a la sociedad haitiana y al Estado. Sólo en la capital un tercio de la población se convirtió en gente sin techo. Aunque muchos se refugiaron con familiares y amigos, miles de personas buscaron cobijo de manera espontánea en parques, plazas, calles y espacios abiertos. Según el Grupo de Coordinación y Gestión de Campos en Haití, en el punto álgido de la crisis existían hasta 1.555 campos de diverso tamaño y forma que albergaban a 1,5 millones de personas desplazadas internas.
En octubre de 2012, casi tres años después de la catástrofe, 496 campos seguían abiertos y 358.000 personas continuaban viviendo en situación de desplazamiento. Este Estado frágil había sido incapaz de arreglar los problemas. La mayoría de aquellos que residen en los campos no tienen trabajo y carecen de los medios para mantener a sus familias. La mayor parte de los niños no estudian porque sus familias no disponen de medios para enviarles a la escuela. Los campos están hacinados, carecen de electricidad y agua corriente y sus condiciones sanitarias son terribles. En Gólgota, un campo típico, había una ducha para cada 1.200 personas y una letrina en funcionamiento para cada 77 personas.
Las condiciones de seguridad dentro de los campos permiten que mujeres y jóvenes sean sistemáticamente agredidas y violadas por hombres armados. Las víctimas no tienen acceso a tratamiento médico alguno ni a ningún recurso judicial efectivo que sea accesible, lo que ha fomentado que se produzcan más ataques y se perpetúen las condiciones generales de impunidad. A muchos residentes del campo también se les ha amenazado con el desahucio, se les ha tentado para que abandonen los campos a cambio de pagos exiguos o han sido desahuciados de forma violenta por matones armados enviados por terratenientes deseosos de reclamar sus tierras, dado que tres de cada cuatro campos y asentamientos se han instalado en tierras de uso privado.
Además, la catástrofe y su consiguiente crisis humanitaria ha tenido un grave impacto psicológico sobre un parte importante de la población. Muchos haitianos –en especial los niños– sufren graves traumas por haber experimentado pérdidas personales, padecido terribles heridas o sufrido el trastorno de su existencia normal tras perder sus hogares y sus pertenencias. Sus problemas se han agravado por las infracciones sistemáticas de los derechos humanos y por las desalentadoras expectativas de que se produzca una recuperación.
Los desplazamientos masivos han debilitado aún más al Estado de Haití de muchas otras maneras. La más obvia fue que la catástrofe humanitaria dio pie a que el Estado dedicara la mayoría de sus limitados recursos materiales y humanos a abordar la crisis inmediata, haciendo que tuviera que posponer el tratamiento de otros problemas urgentes. De una manera más profunda, el desplazamiento ha tenido un impacto negativo sobre la sociedad haitiana al aumentar la marginación y promover una cultura de dependencia. En este informe para el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, el experto de la ONU en derechos humanos en Haití Michel Forst advirtió que: “Aunque los campos constituyeron una respuesta apropiada a una situación de emergencia, uno sólo puede preguntarse si ahora han contribuido al surgimiento de un nuevo tipo de organización social que podría crear más problemas de los que resuelve”.
El desplazamiento y la construcción de un Estado
El desplazamiento crea tremendos retos en los procesos de construcción de un Estado. Además de desviar gravemente los recursos necesarios, los desplazamientos masivos a menudo hacen que se deje de lado la consolidación de la paz dado que todos los esfuerzos se concentran en aplacar las graves necesidades humanitarias. Las políticas públicas a menudo se crean bajo una gran presión y en medio de la confusión en este contexto. Las autoridades haitianas se han visto obligadas a canalizar los recursos para mejorar la seguridad en los campos y abordar el problema de las tensiones provocadas por los desahucios con violencia. Esto significó que hubo que reasignar a la policía alejándola de comunidades afectadas por graves niveles de violencia. El desarraigo también dio lugar a tensiones sociales y sentimientos de animadversión entre los desplazados y los habitantes de zonas urbanas empobrecidas a quienes no les había afectado directamente la catástrofe y, por tanto, no tenían derecho a acceder a los programas especiales de ayuda. La crítica situación de la vivienda también obligó a las autoridades haitianas a establecer planes de desarrollo a la carrera. Las autoridades optaron por despoblar las zonas urbanas en vez de revitalizarlas, alegando que la situación de emergencia ofrecía una oportunidad de revitalizar las zonas rurales y de descentralización industrial. En medio de una grave crisis humanitaria y con el país experimentando desplazamientos masivos, no surgió ningún plan coherente; sólo se realizaron esfuerzos graduales que estaba claro que no eran lo suficientemente buenos y que apenas prestaban atención a las necesidades y los deseos de la gente. La fragilidad del Estado también menoscabó los esfuerzos de reconstrucción ya que, en ausencia de homólogos estatales locales fiables, los programas fueron canalizados casi exclusivamente por organizaciones no gubernamentales que a menudo carecían de recursos y experiencia para llevar a cabo tan desafiantes tareas.
La destrucción y la miseria que trajo el terremoto, en especial el desarraigo de cientos de miles de personas que siguen viviendo en condiciones inhumanas, son un escalofriante recordatorio de la relación circular entre la fragilidad del Estado y la migraciones forzadas. La fragilidad del Estado establece las condiciones para que se produzca el desarraigo que, a su vez, menoscaba aún más las competencias del Estado debilitando los pocos recursos de que dispone. No importa cuán ingeniosa haya demostrado ser la población haitiana; sus oportunidades de encontrar soluciones duraderas a sus problemas son escasas gracias al telón de fondo que constituye el hallarse en un “Estado fantasma”. Por tanto, resulta de vital importancia que todos los actores implicados, ya sea a través de acciones de respuesta al desplazamiento o de promoción del desarrollo del país, trabajen de modo que refuercen las competencias y la legitimidad del Estado haitiano.
Andreas E. Feldmann afeldmann@uc.cl es profesor adjunto del Instituto de Ciencia Política, Pontificia Universidad Católica de Chile.
El estudio de investigación contó con el respaldo del Centro Internacional de Investigaciones para el Desarrollo, FONDECYT (1110565) y del Núcleo Milenio para Estudio de la Estatalidad y la Democracia en América Latina (100014). Dania Straugham colaboró como asistente de investigación.