A la hora de formular, diseñar e implementar políticas, prácticas y estudios de investigación relacionados con las poblaciones desplazadas, rara vez se reflejan o priorizan las perspectivas de las personas refugiadas. En cambio, se anteponen los programas y las voces de los que tienen poder o de los que aportan financiación. Esto no quiere decir que estos responsables de la toma de decisiones sean indolentes en sus intenciones, sino que sus respuestas no siempre son culturalmente apropiadas o pertinentes para las poblaciones desplazadas y, por tanto, pueden no suponer un apoyo integral y a largo plazo.
Meh Sod, que se reasentó en EE. UU. desde un campo de refugiados de Tailandia a los 12 años, describe a su yo más joven como alguien “sin voz”. Pero al escuchar los relatos de Meh Sod, que retrata su viaje con ricas pinceladas, sus reflexiones, sus retos y sus alegrías, sentimos que es todo menos una persona sin voz. El problema, pues, parece residir en la falta de oportunidades que se ofrecen a personas como Meh Sod para compartir sus experiencias. Nos explica cómo se desarrolló en el proceso de reasentamiento, su experiencia escolar y la (re)formación de su identidad, mientras que sus coautores reflexionan sobre qué voces se pasan por alto y por qué.
La reubicación en EE. UU.
La mañana antes de que mi familia emprendiera el camino a la estación de autobuses, mis últimas miradas se dirigieron a las zonas de juego de mi infancia: mi casa, los bambús y tamarindos, y la polvorienta carretera. La estación estaba repleta de apretones de manos, conversaciones y lágrimas de despedida. Escuchamos a un hombre gritar en voz alta “familia número A1-73, suban al vehículo”, y así fue como salimos del campo de refugiados rumbo a América.
Cuando nos instalamos en nuestro nuevo hogar en Georgia, nos acostumbramos a los ritmos de nuestra nueva vida. Todos los sábados por la mañana, mi familia y yo nos preparábamos para hacer nuestro viaje semanal de Stone Mountain a Clarkston. Tardábamos aproximadamente una hora y treinta minutos a pie en llegar. Como no teníamos coche, elegíamos la ruta más adecuada para el carro de la compra que llevábamos. Por el camino, mis hermanos y yo recogíamos las nueces pacanas que habían caído de los árboles y cebollinos chinos que crecían a los lados de la carretera, mientras nos maravillábamos de su abundancia. La gente que pasaba en coche nos miraba fijamente, pero no nos molestaba mucho. Nuestros pasos se hacían más ligeros a medida que nos acercábamos a nuestro destino: la tienda Clarkston Thriftown. Thriftown tiene un exterior sencillo, su letrero no lleva ningún logotipo llamativo, pero para mí era más que una simple tienda. En nuestros viajes, comprábamos grandes sacos de arroz que nos recordaban a los que ACNUR distribuía en el campo de refugiados de Tailandia donde crecí. Cada vez que veía a un compatriota birmano cuando iba a la tienda de ultramarinos, sentía una alegría inesperada. Esos momentos de conexión, aunque momentáneos, aliviaban el peso de la extrañeza a la que tenía que adaptarme.
La escolarización: representación y pertenencia
Todavía recuerdo el primer día de clase. En las paredes había pancartas con la palabra “Bienvenidos” en diferentes idiomas: chino, alemán, español y otros. Me fascinaba la diversidad de lenguas, pero sobre todo me entusiasmaba la idea de que el aula fuera un espacio en el que por fin pudiera procesar algunas de las experiencias y pensamientos que llevaba muchos años reprimiendo en mi interior. Sin embargo, pronto aprendí que la celebración del multiculturalismo que se exhibía abiertamente nunca salía de las paredes. Nunca se practicaban las diferentes lenguas en los debates en clase, y no había oportunidades para compartir nuestras historias.
En comparación con los alumnos ordinarios, los refugiados cuentan con valiosas experiencias personales y aptitudes que no tienen que ver con los temas que se valoran en el aula. Apreciaba cómo los materiales que encontrábamos en clase me mostraban diferentes perspectivas, lo que me permitía entender a diferentes comunidades y temas con los que no siempre podía conectar, como el racismo y las cuestiones de género. A medida que aprendía sobre la historia de Estados Unidos, desarrollaba empatía hacia los afroamericanos. Pensé: “Ojalá se les tratara en igualdad”. Pero no creo que ese reconocimiento fuera recíproco, porque mi historia y mi cultura nunca salieron a relucir en los debates de clase. No se compartieron los conocimientos de forma equitativa. Los demás alumnos no sabían nada de mí: lo que significa vivir en un campo de refugiados, lo que se siente al vivir sin familiares… Estaba comprometida con las historias de otras personas y desconectada de la mía. En el ámbito educativo, mi primera lengua ya no era útil y mi cultura no era necesaria. Interactuaba con textos que no contenían representaciones de mí misma o de personas como yo. Me sentía invisible.
Para los alumnos refugiados, creo que la necesidad más básica es el sentido de pertenencia. Si pudiéramos ver que el material que absorbemos no es solo para sobrevivir, sino también para conectarnos, entonces la experiencia del aprendizaje sería más significativa. Nuestra situación podría ser difícil de entender para muchas escuelas porque nosotros mismos no prestamos atención a nuestros sentimientos ni sabemos cómo comunicarlos. Por ejemplo, gran parte del alumnado refugiado de Clarkston no tienen gente a su alrededor que les entienda realmente. También reconozco que es realmente difícil trabajar con niños refugiados por la dificultad de comunicarse con sus padres, ya sea por las barreras del idioma o por la falta de canales de comunicación. Así que los alumnos refugiados no siempre reciben la atención que necesitan. De hecho, no sabemos lo que necesitamos. Ahora sé qué tipo de cosas necesitan los alumnos, así que creo que sería capaz de idear estrategias para ayudar a estos niños.
Encontrar mi identidad y mi voz
En Estados Unidos, tuvimos la oportunidad de conocer nuevas caras y forjar nuevas relaciones. Pero cuando me di la vuelta, la persona que estaba a mi lado ya no era una cara conocida en el barrio. La vida en Estados Unidos me hizo darme cuenta de la necesidad de contar con un patrimonio que se haya conservado para mí. Me di cuenta de que había dejado atrás trozos de mi origen karén y mi historia al encontrarme con nuevas culturas en mi viaje: birmanos, tailandeses y americanos. Al estar acostumbrada a vivir en la frontera, pero no ser bienvenida en los territorios cercanos, arrastro un sentimiento de inferioridad que me distrae del valor de mi propia cultura. Tener una identidad a medias mientras aprendo a adaptarme al estilo de vida estadounidense me mantiene en una burbuja que me aleja de la comunidad en la que vivo. Al darme cuenta de que ya no estoy retenida en un lugar de la frontera, quiero buscar el hogar del que proceden mis antepasados.
Me he enterado por la tradición oral de que mis antepasados karén viajaron a través del “Río de Arena Corriente” (desierto de Gobi) en busca de un lugar donde pudieran crear un hogar. En vez de intentar crear un nuevo hogar para mí dentro de la comunidad multicultural a la que me han traído, quiero reflexionar sobre el hogar cultural que hay dentro de mí y que se me reconozca por toda mi historia y no solo por una dimensión de mi vida que me etiqueta como refugiada.
Llevo las historias de mis antepasados. A través de sus cuentos populares, sus relatos y su historia, escucho las voces de personas que, como yo, están inmersas en un viaje camino de algún lugar al que han ido sus antepasados. El mío consiste en preservar lo que encuentro para que las siguientes generaciones de karén puedan rastrear nuestros orígenes desde el presente hasta nuestras antiguas raíces, como si un pequeño arroyo pudiera volver a fluir hacia el gran océano.
Reflexiones finales
Después de escuchar los relatos de Meh Sod, nosotras (Minkyung y Jihae) nos dimos cuenta de que a las personas refugiadas no se las ofrecen muchas opciones a la hora de tomar decisiones sobre asuntos relacionados con sus propios medios de vida y su día a día. Por lo general, una persona normal puede entender un aspecto de la vida de la población refugiada, pero reconocer sus necesidades emocionales más completas lleva tiempo. Por tanto, como investigadoras del campo de la migración forzada, consideramos que la voz de Meh Sod era crucial en todas las fases de nuestro proyecto, desde el diseño del estudio hasta su implementación y publicación. Mirando atrás, Meh Sod reconoce que la comunidad, el sentido de pertenencia y la mentoría son fundamentales para los jóvenes de origen refugiado aunque ella no era consciente de esas necesidades cuando era más joven. En el ámbito de la educación en concreto, el alumnado necesita una orientación y asesoramiento que aborden la situación única de los jóvenes de origen refugiado. “No estoy segura de poder hablar [con los administradores y líderes escolares] sobre las necesidades de los alumnos. No estoy segura de que vayan a estar dispuestos a escuchar. Hay tantos problemas y no sé por dónde empezar”, explica Meh Sod. Además, como las escuelas dan prioridad a los resultados de los exámenes por encima de todo, ella considera que las necesidades del alumnado se suelen dejar de lado. “Para dar apoyo a los alumnos refugiados en clase, hay que animar a las escuelas a que hagan del aula un entorno familiar incorporando su cultura, música y arte, para que se sientan seguros y cómodos”.
A medida que pasan los años, Meh Sod va encontrando poco a poco, pero con seguridad, su voz. “Después de mucho tiempo, he encontrado apoyo para diferentes aspectos de la vida, y me siento preparada para contar nuestra historia”, dice. Reconoce que, para jóvenes como ella, es necesario mucho tiempo y paciencia para ayudarles a reconocer y hacer valer sus necesidades. Para que este cambio se produzca, en lugar de que los órganos decisorios hagan suposiciones sobre lo que necesitan y desean las poblaciones desplazadas, se debería invitar a las personas refugiadas a esos debates. Proporcionar herramientas y recursos es fundamental en el proceso de reasentamiento, pero es de vital importancia que existan amplios espacios donde la población refugiada pueda compartir sus historias.
Meh Sod pide “paciencia para trabajar con los refugiados” y “espacios para compartir y escuchar a los refugiados”. Quizá para que las políticas, las prácticas y la investigación sean realmente significativas y tengan sentido, solo tenemos que escuchar. Esto puede implicar unos procesos que requieren mucho tiempo y que no son inmediatamente fructíferos, pero estos enfoques pueden proporcionar el apoyo integral y a largo plazo que realmente interesa a personas como ella.
Meh Sod Paw mehsodpaw@gmail.com
Candidata al máster en Humanidades, Universidad del Norte de Colorado
Minkyung Choi minkyung.choi@bcc.cuny.edu
Profesora adjunta de Educación y Alfabetización Académica, Bronx Community College, Universidad de la Ciudad de Nueva York
Jihae Cha jihae.cha@gwu.edu @cha_jihae
Profesora adjunta de Educación Internacional, Universidad George Washington