Té dulce y cigarrillos: el sabor de la vida de refugiado en Jordania

Las restricciones sobre la movilidad, la prohibición de trabajar y el sentimiento de marginación provocan un aburrimiento absoluto que supone sin duda un motivo de sufrimiento entre los refugiados de Jordania. 

Muchos de los medios de comunicación que informan acerca de los refugiados sirios destacan su lucha humanitaria e incluso su impresionante capacidad de recuperación. Ambos enfoques son comprensibles y realistas pero en ambas perspectivas falta la rutina. El aburrimiento por el paso de los días sin apenas nada que hacer salvo soñar con el pasado y temer al futuro. Los televisores, los vecinos y los bebés apenas interrumpen el silencio. ¿Acaso el ruido podría reemplazar un trabajo estable, unas cosechas que atender o la planificación del futuro de los hijos?

La gente solía hacer planes; sobre todo pensando en su regreso a casa. “Cuando llegamos, pensamos que estaríamos aquí diez días”, me dijo un señor. Otra señora fue más realista y pensó que serían “dos meses”. Pero los dos meses se convirtieron en dos años y la planificación se tornó en espera. Matan el tiempo con cigarrillos. Con el dulce té se tragan su orgullo, su ambición y su fe en el futuro.

Que destaquemos el aburrimiento en el desplazamiento no quiere decir que los refugiados sirios estén tan cómodos que disfruten de un privilegiado tedio, sino más bien al contrario. La razón de su aburrimiento es el hecho de tener restringida la movilidad, el acceso a un empleo y de sentirse marginados.

Una de cada diez personas en Jordania es una refugiada de Siria. De los más de 600 000 refugiados sirios censados en Jordania, menos de uno de cada cinco residen en los campos. Eso quiere decir que más de medio millón de refugiados sirios residen mayoritariamente en áreas urbanas del centro y norte de Jordania. Los sirios han recibido ayuda alimenticia, acceso a la sanidad y a la educación en colegios públicos del Gobierno, aunque los recientes recortes están reduciendo la generosidad de los primeros años. Muchos sirios que viven en ciudades reciben asistencia privada para poder subsistir. En Irbid visité un edificio de viviendas en el que se alojaban las familias de los “mártires” (es decir, los rebeldes muertos en batalla): un donante sirio que vivía en Arabia Saudí le pagaba a las familias el alquiler de los “seis primeros meses”. Otros echaban mano de los ahorros que tuvieran o de los beneficios que obtuvieron por haber vendido algunas pertenencias antes de marcharse de Siria, o por vender las joyas de oro que un día adornaron sus cuellos y muñecas. Algunos recibían dinero de familiares que estaban más lejos, a menudo en el Golfo. Tras cuatro años, todos estos recursos se estaban agotando.

La restricción

Aunque pudieran, a poca gente le gustaría depender únicamente de la asistencia humanitaria. Muchos se aventuran a trabajar, pero como el Gobierno se lo prohíbe lo hacen en situación irregular. Tras haber suplicado a su marido que se marcharan del campo de refugiados, una madre que conocí había tenido que mandar a sus hijos a trabajar en la construcción para pagar el alquiler de su nueva residencia. Pero enseguida oyó rumores sobre las severas medidas policiales que se estaban tomando y que deportaban a personas a Siria. Desde entonces tiene a los niños en casa. Otro hombre que vive en las afueras de Amán acepta cualquier tipo de trabajo, aunque ello le haya supuesto en algunas ocasiones no cobrarlos. Una madre se derrumbó cuando nos contó que su hijo al final había vuelto a Siria a trabajar porque “aquí no había nada para él”. Poco después “se convirtió en mártir”.

También tienen restringida la movilidad pero de un modo menos formal. No todo el mundo aprovecha la generosa política del Gobierno jordano de matricular a sus hijos en colegios públicos, a veces porque no disponen de un medio de transporte fácil para que los niños lleguen hasta allí. De hecho, el alto coste del transporte es una de las quejas que más se escucha, y es por eso que tanto los adultos como los niños se quedan en casa. Otra mujer manifestó su temor por la seguridad y el honor de sus hijas, así que ellas se quedan en casa mientras que los niños van a la escuela.

Otro motivo de marginación es el sentimiento de distanciamiento por haber nacido como un extranjero. Cada persona interactúa de distinta manera con los jordanos, por los que sus impresiones son diversas. Algunos se sienten agradecidos con determinados vecinos jordanos o patrocinadores que les han proporcionado asistencia humanitaria, y otros con el Gobierno. Incluso aquellos que sienten más tensión con sus anfitriones dan gracias a la posición en la que se encuentra un país pequeño y con pocos recursos como éste, pese a que no es para nada envidiable. Otros se sienten rechazados y acusan a los jordanos de ser racistas, perezosos o avaros.

Si quitamos estas capas de restricciones y marginación, encontraremos una rutina diaria que resulta insufriblemente aburrida. La gente está atada al interior de sus viviendas, pequeños pisos hacinados con grandes familias. El mundo exterior es peligroso, caro y nada acogedor. Los hombres que acuden a orar a la mezquita tienen un motivo para salir cinco veces al día. Las mujeres, ni eso. Se pasan el día preparando la siguiente comida. Los niños sufren rabietas; unas cuantas horas de colegio cada día serían un respiro.

Existen también otro tipo “respiros”. La vida social y las redes sociales persisten aunque de una forma diferente. Las personas se sienten cómodas y seguras porque conocen a muchos vecinos y parientes, y porque viven rodeadas de las mismas costumbres y tradiciones. Los refugiados que proceden de un mismo pueblo de Siria se casan y tienen hijos entre ellos. Una mujer me muestra fotografías de la boda de su hija que se celebró en Irbid; la mayoría de los 300 invitados eran otros refugiados procedentes de Daraa, su ciudad de origen.

Me enseñó esas fotos de boda en un smartphone. Esos aparatos suponen una ventana hacia el mundo exterior y, lo más importante, hacia Siria. Las noticias y actualizaciones fluyen en tiempo real sobre ataques de cohetes y bajas diarias. Sin nada más que ocupe su tiempo y mucha ansiedad para llenar sus mentes, estos aparatos se consultan a menudo y con impaciencia. Un hombre del campo de Zaatari me contaba cómo se había enterado de que su casa había sido destruida  al caerle un cohete encima: un vecino le envió una fotografía de los escombros con su teléfono móvil. Me lo contó como si no le afectara. Tenía un cigarrillo en una mano y con la otra me estaba llenando un vaso de té dulce. La tragedia se había convertido en algo cotidiano.

Rana B. Khoury rbkhoury@u.northwestern.edu es doctoranda en Ciencias Políticas en la Universidad de Northwestern. www.ranakhoury.com

 

 

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