Incapaces de ver el futuro: los jóvenes refugiados en Malaui hablan claro

En una situación de refugio prolongado como Dzaleka, donde nacen y crecen múltiples generaciones, los jóvenes refugiados se aferran con fuerza a unas esperanzas y sueños de futuro que no incluyan la etiqueta de "refugiado".

Unos 45 kilómetros al norte de Lilongüe, la capital de Malaui, se encuentra el campo de refugiados Dzaleka, hogar de aproximadamente 15.000 refugiados y solicitantes de asilo procedentes de la República Democrática del Congo (RDC), Ruanda, Burundi, Somalia y Etiopía. Como firmante de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951, Malaui está obligado a adherirse a la misma pero hizo uso de su derecho y estableció nueve reservas. Éstas tratan sobre la provisión de empleos remunerados, la educación pública, la legislación laboral, la seguridad social y la libertad de movimiento de los refugiados en Malaui. Esas reservas suponen serias dificultades, en especial para los adolescentes que están entrando en la edad adulta y desean cursar estudios superiores, buscar empleo, casarse y forma una familia.

En Dzaleka se ofrece a los niños educación desde preescolar hasta secundaria sin coste alguno. Sin embargo, cuando los estudiantes se gradúan en educación secundaria, tienen pocas oportunidades de acceder a un nivel terciario de estudios o a la educación superior para adultos debido a que hay poca capacidad y unos recursos inadecuados. Para ayudar a llenar este vacío, la organización Jesuit Commons, a través de su programa Higher Education at the Margins (educación superior en las zonas de marginación),[1] empezó a ofrecer enseñanza a distancia a través de Internet en 2010 mientras que el Servicio Universitario Mundial del Canadá permite a un número selecto de graduados en educación secundaria reasentarse en este país y asistir a la universidad. Pero los test de aptitud para acceder a estos programas de educación superior son extremadamente competitivos y solo unos pocos reúnen los requisitos.

La mayoría de los jóvenes de Dzaleka llevan toda la vida en Malaui, se les ha impartido el mismo plan de estudios que a los autóctonos, han estado rodeados de la cultura y la población local y, sin embargo, no son libres de integrarse entre ellos como ciudadanos normales. "Somos como los malauíes pero no somos malauíes", dijo Martha, una joven de 18 años procedente de la República Democrática del Congo.[2]

Sin los derechos y libertades inherentes a los ciudadanos, la generación más joven de refugiados está cada vez más abatida. Cuando le preguntan a Sal, un burundés de 20 años, acerca de qué le gustaría hacer cuando termine la secundaria responde: "Quiero ser médico", un objetivo factible para él porque saca unas notas perfectas y es el número uno entre sus compañeros de estudios. Pero cuando le preguntan "qué va a hacer cuando termine la secundaria si para entonces sigue viviendo en un campo de refugiados", responde sin dudar que: "Aquí, en Dzaleka, no es posible. Cuando vives en un campo, tu comportamiento, tus expectativas cambian. No va a ser posible porque soy un refugiado".

Peter, de la República Democrática del Congo, nos contó cómo le había afectado la vida en el campo. Aunque admitía que algunos aspectos eran positivos, como vivir sin miedo a la guerra civil o de ser reclutado por los soldados, declaró que: "La vida en el campo es complicada, ya que no podemos visualizar nuestro futuro. Si miras a tu alrededor, te verás como un anciano que camina con bastón y que no ha conseguido sus objetivos". ¿Y qué hay sobre encontrar una pareja y formar una familia? Rashid, un congoleño de 18 años, respondió: "En mi país te conviertes en un hombre cuando te casas y tienes tus propios hijos. La familia te da una parcela de tierra y tú emprendes tu negocio. Aquí me da miedo casarme. ¿Adónde iremos? ¿Qué haremos? No puedo casarme." Otros estaban de acuerdo en que el matrimonio no era una opción para ellos, aunque es cierto que existe una creciente tendencia entre la juventud de los campos de refugiados a sufrir embarazos prematuros, convertirse en padres adolescentes y a aumentar los niveles de abandono escolar.

Los jóvenes adultos de Dzaleka compartían el sentimiento de que la situación actual y los retos que se encontrarían al entrar en la edad adulta están en gran medida fuera de su control. "Déjalo todo en manos de Dios y puede que tengamos un futuro mejor". "Así están las cosas. Tienes que aceptarlo". Utilicen o no los adolescentes la suerte, la religión o el apoyo de la familia para arreglárselas, en general existe una falta de influencia en las relaciones y las perspectivas laborales y educativas.

Los servicios para jóvenes desplazados que se encuentran en campos de refugiados deberían trabajar para abordar problemas como la desesperanza, dando a los jóvenes la oportunidad de expresar sus deseos y sus necesidades en un foro abierto. Estos servicios harían bien en proporcionar a los jóvenes adultos y adolescentes un espacio seguro donde organizar grupos sociales, políticos y empresariales, otorgarles poder y reforzar su autoestima, al mismo tiempo que se mejora su calidad de vida durante el desplazamiento. Crear más oportunidades para acceder a programas de educación superior ofrecerá un medio más realista para que los jóvenes cumplan sus objetivos a corto y largo plazo de convertirse en adultos de provecho.

Lauren Healy (LaurenHealy3@gmail.com) es asesora de salud mental del Servicio Jesuita a Refugiados (www.jrs.net) e instructora en educación superior del proyecto Higher Education at the Margins de la organización Jesuit Commons, que trabaja en el campo de refugiados de Dzaleka desde enero de 2011. Las opiniones vertidas en el presente artículo no reflejan las del Servicio Jesuita a Refugiados (SJR).



[1] Véase Dankova & Giner, ‘Technology in aid of learning for isolated refugees’(La tecnología para ayudar en el aprendizaje a refugiados aislados), FMR 38  www.fmreview.org/technology/dankova-giner.html

[2] Todos los nombres se han sustituido por otros ficticios.

 

 

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